I
Acaba de amanecer, y los primeros rayos de luz se cuelan a
través de los vitrales de la capilla silenciosa.
Arrodillada en uno de los bancos, con la frente apoyada en
sus manos entrelazadas , una delgada figura reza.
La hermana Verónica acude todos los días a la capilla del
convento y su juventud destaca como una luz brillante en ese frío espacio
consagrado a la oración. Se arrodilla sumisa en un banco y oculta el rostro
entre sus manos, entregándose a sus rezos repitiendo los salmos aprendidos que
resuenan fervorosos como letanías.
Pero a pesar de su concentración no puede evitar que sus
ojos se claven una y otra vez, día tras día, en el ángel que asoma entre los
santos de una de las sagradas imágenes que adornan la iglesia. Una rubia figura
cubierta tan solo por un paño blanco entre sus delgadas piernas y cuyos brazos
se unen amorosamente en el centro de su pecho pálido, casi transparente, con
los dedos de las manos entrelazados. En su rostro enigmático los ojos se abren
reverentes y la sonrisa es un gesto casi imperceptible.
Pero son esos inocentes ojos color turquesa los que
arrebatan el corazón de la hermana Verónica, envolviéndola en un calor
absolutamente humano, mientras que en las frías paredes , pareciera extenderse
un halo de luz que une la mirada del ángel con el azorado corazón de Verónica,
que siente como su alma se regocija con una sensación cercana al éxtasis. Y se
confiesa confusa sin poder darle nombre a su pecado, estrujando con angustia un
papel que guarda dentro del bolsillo de su hábito…una imagen del ángel adorado
que arrancó secretamente de una de las enciclopedias de la biblioteca y a la
que noche tras noche aprieta contra su corazón.
Sabe que lo que siente es algo cercano a lo prohibido, al
deseo de tocarlo, de acercarlo a su pecho y sentir esa piel. Por eso se
cuela por los pasillos que conducen a la iglesia cada vez que encuentra un
motivo para ir a rezar.
Corre agitada por las galerías, y se inclina
reverencialmente ante el altar. Y como siempre, una y otra vez, se promete no
volver a elevar sus ojos ni su corazón ante la inocente imagen que con una
sonrisa la invita a romper constantemente su promesa, cuando esa mirada fija se
clava en sus pupilas y en su alma desolada, sintiendo como su pecho se llena de
calor, sus mejillas arreboladas arden de gozo y de vergüenza y sus uñas se
clavan en la palma de sus manos haciéndola sentir un doloroso placer.
-“Perdona nuestros pecados, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores-“
“ Líbrame señor de todo mal, de toda tentación, por mi
culpa, por mi culpa,”
–“Ave María Purísima…” (No me mires, no quiero
mirarte… Mírame por favor)
En la soledad de su cama, el temblor de su carne al mirar la
figura que guarda entre sus vestiduras, la mantiene insomne hasta que por fin cae
en el sopor de un sueño inquieto y febril, mientras comienza a iluminarse el
cuarto al llegar el día.
II
Todas las mañanas sale del convento con paso ligero, con el
pan y las galletas que las monjas preparan para repartir entre los más
necesitados que acuden a la asociación vecinal.
Camina presurosa sin mirar a nadie, concentrada en su
reflexión, pero no puede evitar encontrarse con el mundo real, con lo que
sucede tras los muros del convento, la gente, la calle, los negocios que
reclaman con brillantes escaparates para que uno se detenga a mirar. Sobre todo
el que ella mira fugazmente de reojo, y que promete una especie de eternidad,
un “para siempre” que queda rondando como un eco en su cabeza.
Día tras día el corazón de Verónica late más de prisa cuando
pasa por la puerta y es entonces cuando la idea comienza a crecer como una
ligera pompa de jabón, casi como una voz celestial que responde a sus ruegos.
Ha visto la puerta por donde puede entrar sin exponerse demasiado, y comprueba
también que el interior no se ve desde la calle, protegido por unas persianas
decorativas. Sólo unos dibujos adornan la puerta de entrada cruzados por un
cartel que invita a atreverse.
Y hoy por fin va a entrar. La respuesta a su oración febril
ha llegado, y en su mente los azules ojos angélicos brillan animándola a
cumplir esa especie de pacto divino. Sabe que romperá un voto sagrado , pero en
su éxtasis no puede sustraerse al deseo. Finalmente avanza con seguridad y abre
la puerta.
Una vez dentro del local, despliega alisando nerviosamente
con los dedos, la imagen arrugada que la acompaña siempre, la pone delante de
los ojos del hombre que la mira con incredulidad y saca de su bolsillo un
puñado de billetes que coloca sobre la mesa. Él entonces la acompaña por el
pasillo hasta un pequeño cuarto iluminado por una lámpara dirigida hacia una
camilla y le pide que se acueste mientras prepara lo necesario.
Verónica se sienta en el borde y abre con lentitud y cierto
temor los botones de sus enaguas, enseñando la carne inmaculada de su pecho,
como el corazón coronado de espinas del Señor, como una ofrenda sagrada.
Cuando el hombre vuelve a entrar, ella está ya preparada,
con los ojos clavados en el techo, entregada al vértigo anticipado. Siente los
dedos del hombre hurgar su piel, y entonces cierra los ojos cuando la
aguja toca su pecho y el zumbido rompe el silencio de la habitación.
–“Bendita tú eres entre todas las mujeres…”
–“Creo en la resurrección de la carne, la vida perdurable…”
–“Perdona Señor mis pecados…no soy digna de recibirte”
(Mírame por favor, no
dejes de mirarme).
Y cuando todo acaba, se levanta despacio, acercándose al
espejo. La imagen que ve es la de una virgen iluminada. Su secreto le hiere la
piel y su pecho vibra por fin.
Abotonando rápidamente su túnica, sale del recinto, con el
ángel tatuado para siempre en el pliegue interno de su pecho izquierdo.