Ya no recordaba desde cuándo llovía torrencialmente sin
parar un solo instante.
Las calles se habían desdibujado y no había fronteras entre
las veredas y los jardines. El agua lo inundaba todo, borrando los espacios.
Cuando comenzó a penetrar en su casa, invadiéndola
lentamente, llevó sus cosas a la buhardilla , y en ese reducido mundo vivía con
el rostro pegado al cristal de una ventana por donde veía pasar los días,
absolutamente iguales. Su mirada se deslizaba como horas lentas por los
extraños recorridos que se dibujaban en el vidrio.
El tiempo parecía detenido en una engañosa trampa que
ocultaba el avance sigiloso del torrente. Ya no se distinguían los escalones
que llevaban a la primera planta y el agua trepaba como una enredadera
transparente, devorándolo todo .
Una mañana, tras la cortina de lluvia gris, creyó percibir
una tonalidad diferente, casi como un color luminoso, y se apuró en dejar
escrito ese momento para no olvidar el ligero matiz que parecía anunciar algún
cambio. Fue entonces cuando comenzó a llevar el cuaderno de lluvias con
rigurosa disciplina, un diario entre el delirio y la cordura, donde plasmaba
cada mínimo cambio de color, de olor o de intensidad.
Anotaba con afán y con detalles precisos sin dejar escapar
nada: una gota que rompía la monotonía de su recorrido, un olor a humedad menos
ácido, un impreciso azul que destellaba entre los techos que quedaban visibles
o quizás una pausa minúscula casi imperceptible en el torrente mortecino. Su
cuaderno crecía, llenándose de palabras que transformaban su realidad.
Algunos días caían cortinas grisáceas , espesas, que todo lo
ahogaban en una gran ciénaga de silencio, otros amanecía con la torrencial
lluvia convertida en cristales diamantinos y la vida recobraba el color
tamizándose en un gigantesco prisma que convertía su cuarto en un caleidoscopio
.Todo quedaba registrado minuciosamente.
Luego estaban los perfumes, los aromas distintos, cada uno
con su particular esencia que con esmero iba clasificando. Inspiraba lenta y
profundamente abriendo apenas la ventana y captaba cada matiz, cada partícula
olorosa, identificándola como si fuera algo visible mientras el agua seguía su
ascenso gélido.
En la mañana de la lluvia lila con iridiscencias oscuras y
aroma dulzón, el agua llegó al alféizar.
Apenas se percibían ya las chimeneas y algún techo, como el
de ella, que sobresalía en la parte alta de las antiguas casas. Había taponado
los bajos de la puerta, pero sabía por el olor a humedad y a madera mojada que
el agua llegaba hasta allí, intentó poner alguna manta más en el zócalo,
apretando con fuerza. Ya no quedaba tiempo.
Sus cosas se amontonaban en una pequeña mesa al lado de la
ventana y encima de todo, su cuaderno de lluvia abierto. Releyó algunas páginas
mientras minúsculos hilos se colaban por las rendijas y el olor dulzón se
adueñaba del espacio.
Por un momento casi etéreo se hizo silencio, todo se cubrió
de calma y sólo un acto tuvo sentido. Se acercó a la ventana y la abrió de par
en par, llevando su cuaderno en la mano. Comenzó a arrancar una a una las
páginas escritas lanzándolas al aire, viéndolas bailar ligeras y puras, así
como se sentía ella apoyada en el marco abierto por donde entraba ya a raudales
el agua.
Y por fin fue libre.
Las hojas en remolinos blancos fueron cayendo suavemente
como lluvia de palabras.
( A mi hermosa casa de Laprida)